PASAJE DE SOLO IDA A MARTE.
La sociedad ha cambiado drásticamente en las últimas décadas, y uno de los signos más evidentes es la desaparición progresiva de los niños en las calles y el envejecimiento de la población. Antes, las familias eran numerosas, el matrimonio era la norma, y los hijos eran parte esencial del núcleo familiar. Hoy, en cambio, predominan las parejas sin hijos, que en muchos casos han reemplazado la paternidad por la tenencia de mascotas. Esta transformación ha traído consigo un problema silencioso pero inminente: los adultos mayores se están convirtiendo en una carga incómoda para un sistema que los exprime mientras son productivos, pero que los desecha cuando dejan de ser rentables.
El problema es estructural y no se limita a lo económico. La familia, pareciera que ya no es la red de apoyo que garantiza el bienestar de sus mayores; pero tampoco lo es para los menores de edad, quienes muchas veces crecen sin orientación, sin límites, y sin un modelo claro de contención afectiva y moral. La noción de "familia", que antes implicaba compromiso, roles definidos y un proyecto común, ha sido reemplazada por estructuras difusas donde cualquier agrupación afectiva pretende ser equiparada a la institución familiar tradicional. En este nuevo esquema, la familia ya no es el pilar ni el refugio, sino una construcción inestable, moldeada por modas ideológicas que terminan por dejar solos tanto a los más viejos como a los más jóvenes.
No es posible para muchos hijos hacerse cargo de sus padres ancianos, ya sea por falta de tiempo, por dificultades económicas o simplemente porque la cultura del individualismo ha instalado la idea de que cada uno debe arreglárselas por sí mismo. Por otro lado, el Estado, lejos de ofrecer soluciones efectivas, se limita a empujar a los adultos mayores hacia la marginación con pensiones miserables, jubilaciones que condenan a la pobreza y un sistema financiero que, en vez de adaptarse a esta nueva realidad, los castiga aún más.
Los bancos, por ejemplo, han convertido a los ancianos en sujetos de "alto riesgo", negándoles acceso a créditos, restringiendo sus posibilidades de endeudamiento y excluyéndolos del sistema financiero bajo la excusa de que "no tienen capacidad de pago". En la práctica, esto significa que un adulto mayor en Chile, sin importar su historial financiero, se enfrenta a la imposibilidad de acceder a un préstamo, a una cuenta corriente o a una tarjeta de crédito, simplemente por su edad. Un sistema que, mientras se alimenta de los ahorros de toda una vida, cierra la puerta a quienes ya no pueden generar ganancias para la banca. Según estudios del SERNAC, el 70% de los adultos mayores en Chile se ha sentido discriminado como consumidor, una cifra que refleja cómo el mercado los margina sin miramientos.
Esta exclusión no solo es económica. Socialmente, los adultos mayores también están siendo aislados. En una cultura donde lo nuevo es mejor que lo viejo, la experiencia y la sabiduría han pasado a ser valores descartables. En el mercado laboral, la situación es aún peor: en Chile, un trabajador mayor de 60 años tiene casi nulas posibilidades de reinsertarse laboralmente, incluso cuando tiene la capacidad y el conocimiento para seguir aportando. En otros países, como Japón o Alemania, se han implementado programas para aprovechar la experiencia de los adultos mayores en roles de asesoría, mentoría o trabajos adaptados a sus capacidades. Pero en Chile, la tendencia ha sido la contraria: marginarlos lo antes posible.
Si la marginación económica y laboral no fuera suficiente, el sistema se encarga de hacer aún más difícil la vida cotidiana de los ancianos. Subirse a un bus o al metro se convierte en una odisea para quienes tienen dificultades para caminar, y la infraestructura de las ciudades está llena de barreras que transforman cada salida en una prueba de resistencia. Mientras en otros países existen subsidios y servicios de transporte adaptados, aquí deben conformarse con un sistema pensado exclusivamente para personas jóvenes y ágiles.
Pero si moverse por la ciudad es complicado, acceder a la salud es un calvario. Los costos de los medicamentos, inalcanzables para la mayoría de los pensionados, obligan a muchos a elegir entre comer o tratar sus enfermedades. La industria farmacéutica no muestra ningún interés en adaptar los precios a la realidad de los mayores, y el Estado, en lugar de regular estos abusos, simplemente deja que el mercado haga su trabajo. En cuanto al sistema de salud, los adultos mayores deben enfrentarse a listas de espera interminables: una consulta con un especialista puede demorar años, una operación, aún más. No importa cuánto hayan cotizado durante su vida laboral, en la vejez el mensaje es claro: ya no son prioridad. Si sobreviven, es casi por milagro.
Como si todo esto no fuera suficiente, el mundo moderno parece decidido a hacerlos aún más prescindibles. Con el avance de la inteligencia artificial, la sabiduría acumulada de una vida de experiencias ha pasado a ser irrelevante. La IA no se cansa, no se equivoca, no olvida. Lo que antes solo se podía aprender con años de oficio y aprendizaje, hoy está disponible en segundos con un simple clic. Los adultos mayores ya no son los referentes de conocimiento ni los consejeros naturales de las nuevas generaciones; ahora, Google, ChatGPT y los algoritmos han tomado su lugar. Y si antes se respetaba a los ancianos por su experiencia, hoy se les mira como reliquias de un mundo que ya no los necesita.
En este contexto, la vejez se ha transformado en un problema que nadie quiere enfrentar. La sociedad no los quiere, el mercado no los necesita, el Estado no los protege y la tecnología los reemplaza. La vida se les hace más difícil a propósito, como si se buscara que desaparezcan rápido para no ser una molestia. Si antes los viejos eran la memoria viva de un país, hoy son un estorbo que todos prefieren ignorar. Y cuando los ignorados son millones y se convierten en mayoría, el problema deja de ser moral para transformarse en una amenaza real para el sistema. El desprecio hacia los adultos mayores no es solo un acto de crueldad; es también la receta perfecta para un colapso que tarde o temprano nos afectará a todos.
En otros países, empujados en gran parte por esta misma realidad de marginación, muchos adultos mayores optan por el suicidio asistido, o bien son empujados —sutil o abiertamente— hacia una eutanasia disfrazada de compasión. ¿Será esa la solución que nos están preparando? ¿Un camino rápido y silencioso para deshacerse de quienes ya no producen ni consumen? Cuando la vida deja de ser valiosa por sí misma y pasa a medirse en términos de utilidad económica o funcionalidad social, lo que está en juego no es solo la dignidad de los viejos, sino la humanidad entera.
Y si de verdad vamos en esa dirección, para no causar tantas molestias a “los seres queridos”, quizás podríamos ir conversando con Trump o Elon Musk para que, antes de morir abandonados en este planeta Tierra, nos envíen a poblar Marte. Al menos suena más útil y esperanzador.
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