MEDIO ORIENTE: CUANDO NADIE LIDERA, EL CAOS SE ORGANIZA SOLO.
Mientras Israel (de una u otra forma) no se siente a conversar, la espiral no se detendrá.
La reciente publicación de "El Periodista" confirma el eje central de lo advertido en este blog en agosto de 2024: cuando se evita el diálogo con los verdaderos actores de un conflicto asimétrico y se opta exclusivamente por la vía militar, las consecuencias se vuelven cada vez más impredecibles.
El 13 de junio, el medio El Periodista ha revelado la magnitud de una operación israelí que podría marcar un antes y un después en el escenario de Medio Oriente. Bajo el argumento de que “no tenían otra opción”, las Fuerzas de Defensa de Israel llevaron a cabo una ofensiva de gran escala sobre territorio iraní, atacando más de cien objetivos estratégicos, entre ellos instalaciones nucleares, centros de comando, plataformas de misiles y residencias de altos mandos militares.
Entre las bajas confirmadas están figuras claves como Hossein Salami (jefe de la Guardia Revolucionaria), Mohammad Bagheri (jefe del Estado Mayor) y otros científicos nucleares relacionados con el programa atómico iraní. Irán ha calificado la acción como una declaración de guerra, ha lanzado una primera ola de drones hacia Israel y prometido una respuesta proporcional. La comunidad internacional, encabezada por la ONU y la UE, ha hecho llamados a la contención.
Lo que advertimos en 2024.
En nuestra publicación del 21 de agosto de 2024 no abordamos directamente a Irán. El foco entonces fue otro: advertíamos que mientras Israel siguiera negándose a reconocer —y por lo tanto a enfrentar políticamente— a actores no estatales como Hamás o Hezbolá, el conflicto seguiría escalando sin solución. El razonamiento era simple: una guerra asimétrica no puede resolverse solo con superioridad militar.
Hoy, al ampliar ese análisis y observar que el enemigo ya no es un grupo insurgente sino un Estado con capacidad balística, territorial y diplomática, esa advertencia se hace más urgente. Israel ha extendido la lógica del enfrentamiento directo hacia un escenario con consecuencias regionales e incluso globales. Lo que no se resolvió en Gaza ni en el sur del Líbano, ahora ha reventado en Teherán.
Visión militar: precisión, pero ¿a qué costo?
Desde una perspectiva militar, este tipo de operaciones son denominadas “ataques quirúrgicos”. Buscan desarticular las capacidades del enemigo mediante el uso selectivo de drones, cazabombarderos, inteligencia satelital y comandos encubiertos. Se minimizan los daños colaterales, se evita —en lo posible— afectar a la población civil, y se concentra el fuego sobre infraestructura crítica.
Sin embargo, incluso la operación más precisa no garantiza la inocuidad moral de sus resultados. Toda baja civil es una derrota ética. En tiempos donde la propaganda es parte del campo de batalla, el impacto de una víctima inocente puede ser más corrosivo que cien misiles enemigos. La victoria militar debe estar siempre subordinada al principio de humanidad. Y eso, lamentablemente, pocas veces es parte del cálculo de guerra.
De Gaza a Irán… y de ahí al sur de Chile.
El conflicto entre Israel e Irán no se reduce a bombas y radares. Es un conflicto por legitimidad, por historia, por existencia misma. Y como todo conflicto asimétrico, nace de una fractura profunda entre poder formal y poder real. El Estado reconoce a quien firma tratados, pero la guerra se libra con quien tiene armas, influencia territorial y respaldo social.
Por eso, lo que propusimos en 2024 sigue más vigente que nunca: si no se puede eliminar al adversario —y la historia demuestra que no siempre se puede— habrá que hablar con él. Esa fue la decisión en Colombia con las FARC, esa ha sido la vía de Catar y Egipto con Hamás, y esa es la ruta que algún día deberá considerar Israel si realmente quiere vivir en paz.
Ahora bien, sería imprudente sostener que esa es la única forma. La historia también ofrece ejemplos donde el adversario solo se sentó a negociar tras un acto de fuerza devastador. Tal fue el caso de Japón en 1945, cuando las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki forzaron la rendición y el diálogo, en un contexto donde Estados Unidos era la única potencia con hegemonía nuclear.
Pero el mundo de hoy es otro. Una decisión de ese calibre, en el escenario actual, probablemente abriría las puertas del infierno, no solo para Israel o Irán, sino para el planeta entero. Las consecuencias serían globales, impredecibles y posiblemente irreversibles. Precisamente por eso, la búsqueda de soluciones políticas, aunque difíciles, debe ser prioritaria. El poder destructivo ya no está concentrado: está disperso, automatizado y cargado de represalia mutua.
La analogía con Chile y la Macro Zona Sur no es antojadiza. Acá también enfrentamos actores no estatales con control territorial, redes de financiamiento ilícito y capacidad de fuego. Y al igual que en Medio Oriente, la estrategia del helicóptero y el camión militar no bastará si no hay presencia del Estado en forma de caminos, escuelas, justicia y oportunidades. Pero al mismo tiempo, también sería ingenuo creer que todo se resuelve con mesas de diálogo: sin autoridad legítima ni orden básico, ningún acuerdo puede sostenerse.
¿Y si aplicáramos un nuevo Plan Marshall?
En agosto propusimos algo que a muchos sonó ingenuo: un Plan Marshall para Gaza. No uno basado en dinero sin destino, sino en reconstrucción con control internacional, desarrollo integral y dignidad económica. Hoy podríamos ampliarlo: también hace falta un Plan Marshall para la Araucanía, donde la inversión pública se combine con seguridad, restitución de autoridad y una política seria, no populista.
Nota:
El Plan Marshall, oficialmente llamado Programa de Recuperación Europea, fue una iniciativa impulsada por Estados Unidos entre 1948 y 1952 para ayudar a la reconstrucción económica de Europa Occidental tras la Segunda Guerra Mundial. A través de ayuda financiera, técnica e industrial, se invirtieron más de 13.000 millones de dólares (equivalentes a más de 100.000 millones actuales), lo que permitió reactivar industrias, restaurar infraestructura crítica, estabilizar economías y evitar el avance del comunismo en países devastados. Fue tan exitoso que sentó las bases para la futura Unión Europea, y es considerado uno de los programas de ayuda más eficaces y estratégicos del siglo XX.
Sobre Trump, EE.UU. y el error de mezclarlo todo.
Algunos intentan relacionar estos hechos con la figura de Donald Trump o con los disturbios internos en Estados Unidos. Es un error. El conflicto de Medio Oriente no es coyuntural ni reciente: tiene raíces milenarias, alimentadas por factores religiosos, culturales, étnicos y geopolíticos. No se trata de un efecto secundario de una administración norteamericana específica, sino de un fenómeno mucho más profundo, con lógicas propias que ningún actor externo —por poderoso que sea— puede controlar del todo.
¿Por qué Israel decidió atacar ahora? ¿Y qué deben hacer los aliados?
Israel no tomó esta decisión a la ligera. Lo que la reciente publicación de El Periodista deja entrever —y que otras fuentes internacionales confirman— es que el ataque fue una respuesta preventiva ante lo que el gobierno israelí considera una amenaza inminente de aniquilación. El detonante directo fue el último informe del Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA), que detectó avances significativos en el enriquecimiento de uranio por parte de Irán, cruzando umbrales que, según Tel Aviv, acercaban al régimen de los ayatolás a la capacidad de fabricar armamento nuclear.
Sumado a eso, Israel acumulaba semanas de interceptaciones de inteligencia, movimientos logísticos iraníes y una intensificación en el suministro de armamento a milicias como Hezbolá en el Líbano, Hamas en Gaza, y grupos insurgentes en Siria, Irak y Yemen. Desde la perspectiva israelí, era solo cuestión de tiempo antes de que se desatara una agresión múltiple y coordinada, en lo que muchos analistas han llamado una “nueva guerra de los seis frentes”.
En este contexto, la ofensiva no es solo militar: es también diplomática. Israel busca reinstalar el principio de disuasión total y demostrar que su capacidad de acción no necesita autorización internacional cuando percibe una amenaza existencial.
¿Y qué deben hacer los aliados?
Aquí es donde el tablero se complica. Porque no se trata solo de Estados soberanos, sino también de una red difusa de grupos, movimientos, regímenes y agendas ideológicas que se activan en función de lealtades religiosas, geopolíticas o antioccidentales.
Del lado de Irán:
Hezbolá en Líbano, con miles de cohetes listos para atacar el norte de Israel.
Hamas y la Yihad Islámica en Gaza, altamente subsidiados por Teherán.
Los hutíes en Yemen, capaces de cerrar el mar Rojo y afectar rutas comerciales clave.
Milicias chiítas en Irak y Siria, instrumentalizadas para hostigar a intereses estadounidenses e israelíes en la región.
Y en menor escala, el apoyo ideológico o silencioso de Rusia, Corea del Norte y sectores islamistas radicales en Europa y América Latina.
Del lado de Israel:
El respaldo directo de Estados Unidos, aunque condicionado por el momento político interno.
El respaldo tácito de Arabia Saudita, Emiratos Árabes y Jordania, que temen más a Irán que a Israel, pero no pueden asumirlo públicamente.
Y el respaldo estratégico de países como Reino Unido, Alemania y Francia, que temen la proliferación nuclear y el colapso energético mundial.
Este escenario exige que los aliados, en lugar de agitar la bandera de los bloques, actúen con responsabilidad estratégica. Ni justificar todo, ni condenar sin matices. La tarea real está en contener la expansión del conflicto, evitar represalias cruzadas descontroladas, y abrir canales de diplomacia —incluso informal— que ayuden a reducir la temperatura antes de que sea irreversible.
Porque si cada uno de estos actores menores decide mover sus piezas, no estaremos hablando de una guerra entre dos países, sino del inicio de una guerra multisectorial, regional y quizás global, donde religión, ideología, poder y petróleo se entrelazan con la lógica de los misiles.
¿Y qué hace China?
China, aunque públicamente se ha limitado a pedir “moderación y respeto al derecho internacional”, es un actor silencioso pero fundamental en esta crisis. Mantiene alianzas energéticas y comerciales de alto nivel con Irán, y ha sido en los últimos años uno de sus principales salvavidas económicos, comprando petróleo con descuentos y ayudando a sortear sanciones occidentales.
Conclusión:
Lo de hoy no es un capítulo más. Es un nuevo escenario. Y como todo escenario nuevo, requiere más que respuestas automáticas.
Advertido en este Blog el 2024: el problema no es solo militar. Es estructural, político y cultural. Mientras no se converse, mientras no se reconozca que del otro lado también hay un actor con el cual —nos guste o no— se deberá dialogar, la espiral seguirá girando. Hasta que un día, simplemente, nos trague a todos. Porque más allá de los misiles, lo que aquí estamos viendo es un mundo sin coraje, donde ninguna potencia está dispuesta a asumir desafíos tan difíciles de resolver, porque esos desafíos solo generan muerte, desprestigio, aislamiento y derrotas políticas.
La llamada "comunidad internacional" prefiere mirar para el lado, mientras otros avanzan con decisión, sin pedir permiso ni perdón. Y si seguimos observando sin actuar, no será solo Medio Oriente el que pague las consecuencias.
Epílogo: La Trampa de Kindleberger y el mundo sin liderazgo
Este fenómeno —el de la inacción generalizada ante conflictos que amenazan la estabilidad global— tiene nombre en la historia económica y política: la Trampa de Kindleberger. Fue formulada por el economista Charles Kindleberger para explicar por qué la Gran Depresión de 1929 se transformó en una crisis global de larga duración. Según él, el problema no fue solo económico, sino de liderazgo. El Reino Unido ya no podía sostener el orden económico, y Estados Unidos no quiso hacerlo. Resultado: el mundo cayó en el caos porque nadie quiso asumir el costo de ser el garante del sistema.
Aunque Kindleberger hablaba de economía, su advertencia es perfectamente aplicable hoy al plano geopolítico. Ni Estados Unidos, ni China, ni Rusia parecen dispuestos a intervenir de verdad en conflictos como el de Israel e Irán. Todos calculan, todos se esconden detrás de sus problemas internos, todos evitan "agarrar el fierro caliente". Y así, quienes están dispuestos a actuar —aunque sea con brutalidad— lo hacen sin freno ni disuasión creíble.
Israel lo sabe. Y por eso avanza. Porque el vacío de poder global es real, y en ese vacío, cada quien impone su fuerza según su conveniencia. No hay liderazgo, no hay árbitros, no hay límites.
¿Y la ONU? La ONU es, tristemente, un monumento a la irrelevancia. Su Consejo de Seguridad, atado por vetos cruzados, ha sido reducido a un triste teatro de declaraciones inútiles. Su Secretario General emite comunicados de preocupación mientras caen bombas.
No actúa, no disuade, no contiene. Solo administra su propia decadencia.
Así funciona la Trampa de Kindleberger: todos quieren beneficiarse del sistema internacional, pero nadie está dispuesto a sostenerlo cuando tambalea. Y en ese escenario, la guerra se vuelve más rentable que la diplomacia.
Lecturas relacionadas:
Israel alega que “no tenía otra opción” que atacar Irán (El Periodista, 13 de junio de 2025).
EL PERIODISTA: (Haz clic sobre las letras azules).
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BLOG PATRIOTA SLATER:
Mientras Israel no se siente a conversar… (Patriota Slater, 21 de agosto de 2024)
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