LA MISERIA MORAL ESTA EN TODAS PARTES. NO SOLO EN LA MONEDA.
La miseria moral no está solo en La Moneda.
El cierre simbólico de Punta Peuco tras la última Cuenta Pública de Gabriel Boric no es solo un acto de revancha. Es el reflejo de un quiebre moral e institucional más profundo. La verdadera amenaza no está en el pasado militar, sino en la renuncia progresiva de la sociedad a defender principios que deberían ser intransables.
El 1 de junio de 2025, Gabriel Boric cerró su última Cuenta Pública con un anuncio tan simbólico como mezquino: transformar Punta Peuco en una cárcel común. Lo hizo con tono de victoria, como si eso cerrara heridas. Pero no cerró nada. Solo reafirmó la lógica de la revancha, el castigo selectivo y el uso político de la historia.
Y sin embargo, el verdadero problema no es Boric. Él es apenas el síntoma.
El problema está en nuestras instituciones debilitadas, dirigidas por personas que han olvidado lo esencial: no están ahí porque se lo merezcan, sino porque tienen un mandato ético. No fueron elegidos o designados para gozar de estabilidad, sino para defender principios, asumir responsabilidades, y velar —aun con incomodidad o riesgo personal— por el cumplimiento estricto de la Constitución, los estatutos y la integridad del Estado.
Están ahí para ejercer una vocación republicana que exige coherencia, firmeza y, si llega el caso, la renuncia digna, cuando la permanencia en el cargo impida cumplir con el deber o se transforme en complicidad silenciosa. En democracia existen vías legítimas para expresar las discrepancias, las molestias, e incluso para decir: hasta aquí llego. Eso también es honor, y también es servicio público.
Algunos acusan a Boric de cobarde. Pero el joven exdirigente, sin profesión alguna, ha demostrado algo muy distinto: una convicción ideológica radical, que lo ha llevado a sostener —sin vacilar— una batalla cultural contra las bases mismas de la República. Apoyó el estallido social y delictual, lo justificó, y ha sabido evitar que otro lo derrote o lo sobrepase. De cobarde, nada tiene. Tal vez, como dice el refrán, “el que nada sabe, nada teme”, pero audacia no le falta.
Lo realmente inquietante es que quienes debieran estar a la altura del momento histórico —desde el Congreso, los tribunales, la Fiscalía, la Contraloría y cada institución pública que juró velar por el bien común—, han optado por mirar hacia otro lado. No por miedo. Por conveniencia. Por sueldo. Por cálculo.
Hoy se castiga al que obedeció al Estado, se protege al que lo sabotea, y se premia al que calla. Y ese silencio, en muchos casos, es peor que el grito ideológico. Porque el primero se presenta como deber institucional, cuando en realidad es resignación moral.
Solo en contadas excepciones —como la Contraloría en sus recientes actos— y en figuras emergentes que hablan desde la nueva y verdadera derecha, comenzamos a ver señales de una recuperación del lenguaje del deber, la ética, el honor y el sentido común.
Chile no necesita una sucesión. Chile necesita un despertar institucional. Necesita que quienes están al mando comprendan que los cargos son un medio, no un fin. Que la obediencia ciega al poder de turno no es prudencia, sino cobardía con traje institucional. Y que la democracia no se fortalece con silencios convenientes, sino con actos coherentes, incluso si estos cuestan caro.
Porque en una República de verdad, la dignidad no se mide por cuánto tiempo se mantiene un cargo, sino por cómo se lo honra hasta el último día. Ofrecer y regalar puestos de trabajos a amigos, parientes y compadres, no es la forma.
Y si Boric es hoy el personaje más divisivo de nuestra historia reciente, no es sólo por sus discursos, sino por sus actos concretos:
Indultó a delincuentes involucrados en el estallido delictual, pasando por encima del Poder Judicial.
Ha sostenido un discurso internacional agresivo y contradictorio, insultando al Rey de España, atacando a Israel en foros globales y manteniendo una postura hostil frente a democracias consolidadas como la de Estados Unidos bajo Trump.
Eliminó el cargo de Primera Dama, debilitando un espacio institucional que, con defectos y todo, representaba continuidad republicana.
Alineó al Ministerio de Defensa bajo el control del Partido Comunista, desplazando a profesionales con trayectoria.
Ha promovido un nepotismo desvergonzado, instalando amigos, excompañeros y hasta parientes en cargos públicos, sin mayor mérito que su cercanía política.
Ha respaldado reiteradamente a figuras como Monsalve, incluso cuando su desempeño ha sido duramente cuestionado.
Ha ignorado los principios del decoro y la solemnidad presidencial, apareciendo en actividades y ceremonias con actitudes más propias de un activista que de un Jefe de Estado.
Ha dividido a su propio sector, con parlamentarios que ya no lo respaldan abiertamente, molestos por el rumbo errático de su gestión.
Y como si fuera poco, en una reciente entrevista, el Presidente Boric declaró —sin rubor— que la ausencia de protestas masivas durante su mandato no era producto del azar, sino una prueba de su “gobernabilidad”. La afirmación, además de cínica, revela el tipo de relato que intenta instalar desde La Moneda: gobernabilidad no como orden institucional o eficacia en el cumplimiento del deber público, sino como silencio comprado, movilización suspendida y rebeldía con pausa, porque los que antes protestaban hoy tienen cargo, fuero, sueldos del Estado y acceso a licencias médicas de lujo para pasearse por el mundo.
Lo que Boric llama gobernabilidad, muchos lo llamamos encubrimiento. Y la oposición ha reaccionado con claridad: varios dirigentes han recordado que los principales organizadores de las protestas del 2011 y 2019 están hoy dentro del aparato estatal. No hay protestas porque quienes las coordinaban ahora están en el poder. Efectivamente, como ya lo han dicho muchos, lo que hoy hay no es paz social, sino conveniencia política, pactada con gremios y movimientos que supieron adaptarse al nuevo reparto de privilegios.
Como bien ironizó Johannes Kaiser, no se trata de orden ni de consenso, sino de que “los organizadores de las protestas están viajando con licencia o robando plata del fisco”. Más aún, el diputado Cristián Moreira recordó que las movilizaciones que arrasaron Chile no fueron espontáneas: fueron gestadas por Boric y sus camaradas. Hoy, simplemente, no se van a protestar a sí mismos. Sin embargo, como ya no queda nada más que ofrecer ni institución a la que echarle mano, los movimientos sindicales y sociales han comenzado nuevamente a tomarse las calles. Y Boric no podrá impedirlo. Solo seguirá acumulando derrotas, para finalmente renacer —más pronto que tarde— desde la vereda de una oposición extrema y radical.
Y si todo esto no bastara, cabe preguntarse: ¿qué pasará si Boric y sus aliados pierden poder en las elecciones de noviembre? ¿Volverán las barricadas? ¿Se reactivarán los mismos grupos que hoy están adormecidos gracias a cargos públicos y fondos reservados? Nada asegura que este supuesto “orden” no sea, en realidad, una pausa estratégica antes de un nuevo estallido delictual. Así lo harán. No existe ningún otro aporte que se pueda observar.
Y por lo mismo, necesitamos saber exactamente cómo la nueva derecha reaccionará frente a eso, porque ya Matthei, representante de la vieja y desprestigiada casta política de la derecha, nos aclaró que, para sobrevivir, continuarán con la cultura de los "frágiles" acuerdos, algo muy conveniente para la izquierda, el socialismo y el comunismo.
Todo lo anterior, mientras el Gobierno calla frente al descontrol administrativo y político. Sin embargo, sin ser gobierno y autónomos, hay excepciones que vale la pena destacar.
Con apenas semanas en el cargo, Dorothy Pérez ha comenzado a marcar diferencias claras al frente de la Contraloría. Su reciente instrucción a los SLEP (Servicios Locales de Educación Pública), exigiendo el detalle de los descuentos salariales a los profesores que participaron en el paro ilegal convocado por el Colegio de Profesores, es una señal clara de que, cuando se quiere, se puede actuar con firmeza dentro del marco legal.
No se trata de perseguir gremios, sino de aplicar el principio básico de que quien no trabaja, no cobra. El dictamen que respalda esta acción existe desde 2009, pero fueron años de omisiones y tibiezas los que permitieron que este tipo de movilizaciones ilegales se volvieran rutinarias. Hoy, la nueva Contralora parece decidida a cambiar ese curso.
En una administración plagada de operadores políticos, amiguismo y silencio frente al abuso de recursos públicos, la actitud de Dorothy Pérez contrasta por su valentía institucional. Mientras muchos miran para el lado, ella actúa. Mientras otros calculan el costo político, ella simplemente cumple con su deber. Y en tiempos de mediocridad rampante, eso ya es mucho decir.
Lo increíble es que, desde un rincón inesperado, alguien nos recuerda que los valores éticos sí pueden y deben ser exigidos. Ni siquiera la Iglesia se ha atrevido a dar ese paso, quizás porque para hacerlo se necesita tener no solo convicciones, sino también un techo de acero.
Y lo más reciente: busca terminar con lo que él denomina “privilegios carcelarios” en Punta Peuco. Pero esa cárcel, también sobrepoblada, no registra fugas. No se hacen redadas para requisar droga, estoques o celulares. No existen las peleas, ni colchones quemados. Es pulcra, ordenada y administrada con respeto mutuo. Eso parece ser el verdadero problema: que no se parece a las demás. Y como no se parece, hay que destruirla.
El alcalde de Tiltil lo dijo claramente: “Esa cárcel ya es común. Lo que no queremos es una cárcel con delincuentes comunes que desborde nuestra comuna.” No se trata de aceptar delincuentes nuevos, sino de evitar la degradación de un recinto que ha funcionado con orden. La comunidad local lo respalda.
No se trata de exclusividad, se trata de un acuerdo político de la época, con autoridades políticas en plena democracia que estuvieron de acuerdo —como ocurre en muchos países del mundo— en tener una cárcel destinada a recibir a exuniformados perseguidos por temas de derechos humanos.
La existencia de recintos penitenciarios diferenciados para exuniformados no es una rareza chilena ni una señal de privilegio injustificado. En diversas democracias del mundo, se han establecido —por decisión política o criterios penitenciarios— cárceles o unidades especiales para militares, policías u otros agentes del Estado condenados por hechos vinculados a su servicio. Esto responde a múltiples razones: desde su edad avanzada y estado de salud, hasta riesgos de seguridad personal si son mezclados con población penal común. Además, muchas veces se considera el perfil disciplinario, la nula reincidencia y la trayectoria institucional previa. Lejos de ser un beneficio arbitrario, se trata de decisiones adoptadas en contextos institucionales que reconocen la diferencia entre el crimen común y las responsabilidades derivadas del servicio público en contextos excepcionales.
Pero hoy, con un gobierno desastroso y un Presidente que no tiene nada nuevo que informar, que calla frente a la corrupción y protege a los pillos que lo rodean, no le queda otra que intentar entregar un "dulcecito" a la izquierda, a la extrema izquierda y a los comunistas: convertir una cárcel donde existe orden, respeto y aseo; donde no hay redadas para requisar celulares, estoques ni cuchillos, en una cárcel común, nivelando hacia abajo y transformándola en una mugrería hedionda, sucia y llena de delincuentes reincidentes.
La respuesta del mundo político ha sido casi inexistente. Como si no tuviera importancia. Como si lo realmente valioso fuera el cálculo electoral o la paz de los medios. La frase de siempre: “mejor no opinar”. Pero eso también tiene un costo. Porque el que calla no siempre otorga. A veces, el que calla solo se protege.
A propósito del silencio, recordemos a quien sí habló con sus actos: el Coronel Alberto Labbé Troncoso. En 1972, se negó a rendir honores militares a Fidel Castro durante su visita a Chile. Esa simple negativa, basada en convicciones, le costó el retiro. No alzó la voz. No escribió una carta. No lideró ninguna rebelión. Solo dijo que no. Y eso bastó.
Su ejemplo es una advertencia y un recuerdo. Porque al final del día, solo el ejemplo arrastra. Y ese ejemplo no es una anécdota de la independencia, sino un acto reciente, contemporáneo, del que muchos prefieren no hablar porque incomoda, porque avergüenza, porque recuerda que alguna vez hubo quienes sí dijeron basta.
Y eso lleva a la última pregunta: ¿qué ejemplo estamos dando como sociedad? ¿Qué valores estamos enseñando con nuestra indiferencia? ¿Qué mensaje reciben los jóvenes cuando ven que es más rentable callar que actuar, obedecer que razonar, durar que servir?
No se trata de hacer un llamado a la insubordinación ni al conflicto. Pero sí a la responsabilidad. Porque también la paciencia institucional tiene límites. Las Fuerzas Armadas y de Orden son —como se ha dicho tantas veces— un reflejo de la sociedad: en lo bueno y en lo malo. No están compuestas por héroes mitológicos y menos por Santos, sino por ciudadanos reales. Pero es precisamente ahí donde puede renacer la virtud: cuando algunos recuerdan que servir es más que obedecer, y que jurar por la patria implica, a veces, decir lo que nadie quiere oír.
Gabriel Boric dejará La Moneda, pero no abandonará su cruzada. Volverá a liderar la izquierda más radical y convertirse en el referente de una Revolución Cultural que ha avanzado más de lo que muchos creían posible. No subestimemos esa amenaza. Porque la historia no la escriben los neutrales, y el silencio, por muy institucional que sea, jamás fue un legado digno.
Chile necesita coherencia. Y algo que parecemos haber olvidado: CORAJE.
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