TANTO MUERTO, SUFRIMIENTO Y DESENCUENTRO ¿PARA QUÉ?
Señor Director:
¿Tanto muerto, sufrimiento y desencuentro… para esto?
"...Así divididos, no hay estrategia que valga. No hay candidato que baste. Sin unidad, solo se puede esperar una nueva derrota..."
Escribo estas líneas no como analista ni como espectador, sino como exsoldado. Fui parte de una generación que conoció de cerca el precio de una patria dividida. Serví en silencio mientras muchos de los grandes responsables políticos del quiebre institucional —los que debieron dar la cara— simplemente se desentendieron. Y duele ver que, cincuenta años después, pareciera que no aprendimos nada. Una situación que confirma que los políticos no escucharon ni comprendieron el “¡Nunca Más!” pronunciado con dolor, pero con coraje, por quien intentó una reconciliación verdadera, la que en manos de los políticos —unos para lavar imagen y otros por conveniencia política— lo reemplazaron por venganza.
Hoy, nuevamente por culpa de una clase política carente de visión, nos encontramos peligrosamente divididos. Pero esta vez, el daño es aún más profundo: no se trata ya de bandos ideológicos tradicionales, ni siquiera de la tensión entre un sano oficialismo y una oposición responsable. Lo que enfrentamos es una descomposición institucional, donde el interés personal se impone sobre el bien común, y donde ni siquiera nuestras Fuerzas Armadas y de Orden permanecen indemnes.
Tras décadas de abandono, hostigamiento judicial y desconfianza instalada desde fuera y dentro, muchos de sus miembros —especialmente los más jóvenes— es probable que algunos de sus integrantes hayan comenzado a mirar con escepticismo ese juramento que antes se pronunciaba con orgullo. Y no es casual: han visto cómo camaradas y superiores fueron arrastrados a procesos injustos, sin garantías mínimas, condenados más por portar uniforme en tiempos difíciles que por hechos probados. Han entendido que, en este país, obedecer puede tener consecuencias, pero desobedecer, a veces, no tiene castigo. Y cuando eso ocurre, el compromiso se debilita.
Y no hablamos solo de quienes están tras las rejas. La tortura silenciosa también alcanza a sus familias. Hijos y nietos que crecen viendo a sus padres en prisión, no por pruebas concretas, sino por haber obedecido en tiempos oscuros. Esposas que envejecen solas mientras ven cómo la justicia se degrada en venganza. Todo un círculo íntimo que carga con el castigo social de ser familia de un uniformado, en un país donde vestirse de honor terminó siendo más peligroso que alzarse en armas contra la república.
¿Cuánta más indiferencia puede soportar una injusticia que todos conocen y casi nadie se atreve a enfrentar? ¿Cuántos más deberán morir en prisión, envejeciendo enfermos o inocentes, sin que una sola autoridad tenga el valor de expresar una duda legítima?
Porque aquí no se trata de errores judiciales, sino de una venganza persistente, sostenida en el tiempo y disfrazada de legalidad.
Lo más doloroso es que ni siquiera las propias instituciones —aquellas que formaron y exigieron obediencia a esos hombres— han podido, hasta ahora, levantar una voz clara en su defensa. Como exuniformado, sé bien que los actuales comandantes en jefe no pueden deliberar ni involucrarse en decisiones políticas. Pero incluso dentro de esos límites, siempre hay gestos que pueden marcar una diferencia: una carta reservada, una señal de humanidad, una advertencia privada para dejar claro cuál es el límite de esa obediencia, o por último, una visita a sus camaradas que sirva como gesto de memoria, gratitud y lealtad institucional. Quizás, y eso espero, todo lo señalado y mucho más, ya lo han hecho.
No se trata de romper la disciplina, sino de honrar principios. El Manual de Ética del Ejército es claro: las Virtudes Cardinales —Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza— son exigibles a todo militar, sin distinción de grado, género, cargo o condición. Y cuando se es testigo de una injusticia evidente, guardar silencio no siempre es prudencia; a veces, puede ser una renuncia al deber moral. Por eso, aunque todos debemos comprender las restricciones del cargo, también creo que todos deben saber de que hay un límite.
Así como está hoy Chile, con instituciones arrasadas por la corrupción, la cobardía política y la prevaricación judicial, cuesta no pensar que los verdaderamente buenos están tras las rejas —en Punta Peuco, Colina 1 o donde sea—, mientras los que desde afuera buscan venganza, no justicia, son quienes se presentan como salvadores del país. Lo que ayer era honor, hoy se castiga; lo que ayer era traición, hoy se premia. Y aún se atreven a hablarnos de democracia y derechos humanos.
Con el respeto que corresponde, pero con la firmeza de quien ha vivido las consecuencias de la indecisión, afirmo que cuando los políticos fallan, es el pueblo —y sus instituciones más nobles— el que paga el precio. Si quienes hoy aspiran a gobernar no logran un mínimo de unidad, visión y coraje, no será necesario que nadie imponga una nueva hegemonía. Bastará con que nadie la enfrente con claridad moral y sentido de deber.
No escribo esto para quienes lucran con el pasado, ni para los que hacen política con los muertos. Lo escribo para quienes sí han perdido algo o a alguien, en uno u otro lado, y saben que nada de lo que vivimos en los años setenta, debió haber ocurrido. Y sin embargo, hoy, volvemos a situarnos al borde del mismo abismo. Y entonces, uno vuelve a preguntarse:
¿Tanto muerto… para qué? ¿Tanto juramento, tanta vida ofrecida, tanta historia ignorada… para terminar nuevamente atrapados en manos de quienes siembran división y después huyen del campo de batalla? ¿Tantos culpables verdaderos impunes, y tantos inocentes perseguidos durante décadas por razones que nada tienen que ver con la justicia, sino con conveniencias políticas y relatos tergiversados?
En estos días en que recordamos el Combate de La Concepción, no puedo dejar de pensar en lo que verdaderamente significa dar la vida por la patria. Setenta y siete jóvenes soldados chilenos enfrentaron en la sierra peruana a más de dos mil enemigos. Lucharon hasta el final, sin rendirse, sin traicionarse entre ellos, sin abandonar su deber. Tras aquel combate desigual y sangriento, los corazones de sus cuatro oficiales fueron rescatados por sus propios camaradas y traídos de vuelta a Chile. Hoy reposan en la Catedral de Santiago junto a una placa que dice:
“Aquí, en el primer templo de Chile y a la vista del Dios de los Ejércitos, para perpetuo ejemplo de patriotismo se guardan los corazones de Ignacio Carrera Pinto, Julio Montt Salamanca, Arturo Pérez Canto y Luis Cruz Martínez.”
Este mes de julio, miles de jóvenes soldados levantarán su brazo derecho y proclamarán el juramento más solemne que puede hacerse:
"Juro, por Dios y por esta bandera, servir fielmente a mi patria, ya sea en mar, en tierra, o en cualquier lugar, hasta rendir la vida si fuese necesario. Cumplir con mis deberes y obligaciones militares, conforme a las leyes y reglamentos vigentes, obedecer con prontitud y puntualidad las órdenes de mis superiores y poner todo empeño en ser, un soldado valiente, honrado y amante de mi Patria."
Pero… ¿qué valor tiene ese juramento si quienes lo pronuncian saben que, llegado el momento, podrían quedar solos, sin respaldo, sin protección y sin justicia? ¿Cómo sostener esa promesa cuando obedecer puede costar no solo la vida, sino también el honor y la libertad, sin que nadie asuma responsabilidad por ello?
Esta vez, en nuestra patria, para comrnzar a recuperar las virtudes y valores básicos de la sociedad, debe ganar la democracia, pero una democracia que debemos proteger y cuidar para que no sea secuestrada por esa vieja y corrupta Casta Política. Es impensable —y sería inaceptable— que nuevamente las Fuerzas Armadas y de Orden tengan que cargar con el costo de una política errática y mezquina. El daño que han recibido no se borra. Y quizás por eso, hoy más que nunca, sus miembros no están dispuestos a ser utilizados, manipulados ni desechados una vez más. Ya aprendieron. Y nosotros también deberíamos hacerlo.
Chile está cansado. Pero aún tiene esperanza. Y esa esperanza ya no puede depositarse en una clase dirigente que ha demostrado no estar a la altura de la historia. Porque las naciones no caen cuando las ideas adversas triunfan, sino cuando quienes pueden resistir se dividen, se silencian o se rinden.
Así divididos, no hay estrategia que valga. No hay candidato que baste. Sin unidad, solo se puede esperar una nueva derrota.
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