CARLOS PEÑA Y LUCÍA SANTA CRUZ.

Carlos Peña y Lucía Santa Cruz: ¿defensa del comunismo o engaño ilustrado?

El reciente intercambio de columnas entre Lucía Santa Cruz y Carlos Peña, publicado por Emol bajo el título “El profundo debate entre Lucía Santa Cruz y Carlos Peña en torno al comunismo y la candidatura de Jara”, no solo refleja un desacuerdo entre intelectuales: representa, en el fondo, dos formas de ver el peligro ideológico que representa el comunismo cuando se disfraza de institucionalidad democrática.

Lucía Santa Cruz advirtió con claridad los riesgos de una eventual presidencia comunista. Lo hizo sin caricaturas, sin estridencias, y con argumentos sólidos: el comunismo no ha cambiado su esencia doctrinaria, y cualquier intento por presentarlo como una ideología domesticada no es más que una ilusión peligrosa. Recordó, además, que muchos opinólogos intentan “convencernos de que un eventual triunfo de Jeannette Jara sería perfectamente inocuo y no constituiría riesgo para nuestro país”, y añadió que "el comunismo … tiene, y siempre ha tenido, los rasgos de una religión secular, una fe inconmovible…". Palabras que molestan, no porque sean falsas, sino porque son imposibles de refutar sin recurrir al engaño.

En respuesta, Carlos Peña hizo lo que ha venido haciendo hace años: hablar desde la supuesta imparcialidad académica, para restar importancia a las alertas legítimas. En su réplica, señaló que “es profundamente errado convertir la competencia presidencial en un debate acerca de las convicciones ideológicas finales que abrigan los candidatos o en un debate acerca de filosofía de la historia”. Es decir, lo que se debería discutir —el proyecto político de fondo— queda, según Peña, fuera de lugar. Lo importante, para él, es si la candidata es eficaz, tiene trayectoria pública, o si representa un sector social reconocido.

Ese razonamiento no es nuevo. En julio de 2024 lo analizamos a fondo en este mismo blog, bajo el título “El ello, el superyó y el yo de Carlos Peña”. Allí señalamos que su discurso parece funcional al progresismo, aunque se presente como neutro. Peña no se limita a exponer ideas abstractas: su estilo sugiere una defensa implícita de una posición de prestigio académico, y de una narrativa donde el comunismo puede convivir con la democracia liberal siempre que se presente con buenos modales, cite autores franceses y sonría en entrevistas.

Lo que Carlos Peña proyecta, en definitiva, no es una defensa explícita del comunismo, sino una forma de neutralización elegante de las advertencias sobre su esencia. No niega su historia, pero tiende a minimizarla. No celebra sus fracasos, pero los relativiza. No lo llama dictadura, pero tampoco lo denuncia con claridad. Y en esa ambigüedad sofisticada reside, para muchos, su aporte al discurso progresista: barnizar de civilidad lo que sigue siendo una ideología totalitaria, si no se le exige romper con su pasado y su doctrina.

Lucía Santa Cruz, en cambio, ha mostrado una valentía escasa en el Chile contemporáneo. Ha hablado claro, con rigor histórico y sin temor a las etiquetas. Y, por supuesto, eso ha molestado. Porque la izquierda necesita silencios, no verdades. Necesita columnistas funcionales, no pensadores libres. Y cuando aparece alguien como ella, deben salir al paso con sus mejores cuadros intelectuales. Carlos Peña es uno de ellos. Probablemente el más hábil.

Pero esa habilidad no lo absuelve. Muy por el contrario, lo hace más responsable. Porque si algo enseña la historia es que el mayor peligro para una sociedad no es el fanático, sino el moderado que le da legitimidad al fanático. Y eso es, precisamente, lo que muchos ven hoy en Peña: el rostro amable de una ideología que, bajo otras formas y otros tiempos, ya ha demostrado su vocación autoritaria.

Y la indulgencia con el Partido Comunista no es solo teórica o doctrinaria: es también histórica. ¿Quién se atreve hoy a recordar que Guillermo Teillier, presidente del PC hasta su muerte, reconoció públicamente haber transmitido la orden del atentado a Pinochet en 1986? Una emboscada que mató a cinco escoltas y casi acaba con la vida de su nieto de diez años. Nadie en la izquierda lo condenó. Al contrario, fue homenajeado en el Congreso como un demócrata ejemplar. ¿Y la prensa? Silencio.

O que Camila Vallejo, hoy ministra vocera del Gobierno, declaró en 2012 al diario El País que “nunca hemos descartado la vía armada”, siempre y cuando se den las condiciones. ¿Alguien le pidió explicaciones? ¿Hubo alguna renuncia? ¿Un cuestionamiento ético? Nada. Silencio otra vez.

Ahora bien, ¿qué ocurriría si un político de derecha confesara haber autorizado un atentado contra un presidente socialista, con muertos incluidos? ¿Qué pasaría si un diputado conservador dijera que, llegado el caso, no descarta la lucha armada? El país entero estallaría. Portadas, escándalo internacional, denuncias en organismos de derechos humanos, funas, y probablemente hasta intentos de inhabilitación política.

Y sin embargo, cuando lo hace un comunista, todo se justifica. Todo se perdona. Todo se olvida.

Basta recordar el caso reciente del diputado Johannes Kaiser, quien —en el marco de una entrevista histórica— se atrevió a afirmar que el 11 de septiembre de 1973 fue un pronunciamiento que respondió al colapso institucional provocado por el gobierno de la Unidad Popular. Sus palabras provocaron una andanada de críticas desde el oficialismo y los medios, que lo acusaron de avalar “un golpe de Estado”. Lo interesante es que esos mismos sectores guardaron un silencio sepulcral cuando Camila Vallejo, en 2012, dijo abiertamente que la vía armada nunca ha sido descartada por el Partido Comunista si se dan las condiciones. Es decir: se condena el análisis histórico de un diputado, pero se tolera sin problemas el respaldo explícito a la violencia revolucionaria desde el oficialismo. Coherencia cero.

Esa es la doble vara que se denuncia y que Carlos Peña, al menos en sus columnas, pareciera preferir no abordar de forma directa. Porque su estilo no es confrontar, sino deslizar. Y lo que termina proyectando —quiera o no— es una cierta defensa de un relato progresista, donde algunas ideologías merecen más comprensión que otras. En esa lógica, da la impresión de que todo puede relativizarse: la historia, la ética, los hechos, e incluso la sangre, si ello sirve para suavizar el juicio sobre determinadas ideas.

Por todo lo anterior, no solo respaldo a Lucía Santa Cruz. La celebro. Porque ha hecho lo que corresponde: advertir con claridad lo que muchos, por conveniencia o cobardía, prefieren callar. Y porque en tiempos donde reina la confusión y la corrección política, decir la verdad —aunque incomode— sigue siendo un acto revolucionario.

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