DONALD TRUMP, OTRO GROSERO PERSONAJE QUE RECORDAREMOS EN MÁS DE UNA ESTATUA.
Líderes groseros, líderes educados… y la memoria selectiva de la historia.
Hay personajes que pueden resultarnos repugnantes por su lenguaje grosero, sus formas matonescas o su estilo arrogante. Donald Trump es uno de los más recientes. No mide sus palabras, ridiculiza, ironiza, provoca. Esta semana volvió a encabezar los titulares al burlarse de líderes extranjeros que, según él, lo llaman “para besarle el trasero” y pedir acuerdos comerciales tras los nuevos aranceles impuestos por Estados Unidos.
¿Vulgar? Sin duda. ¿Imprudente? También.
¿Eficaz? Para su base política, absolutamente.
Y ahí está el punto: a pesar del escándalo que genera, su figura crece, sus seguidores se multiplican y todo indica que su regreso a la Casa Blanca, será un éxito, al menos económico. Algo no menos importante para el ciudadano estadounidense.
¿Cómo es posible? ¿Cómo alguien tan abiertamente provocador puede seguir capturando la atención del mundo y el respaldo de millones?
La historia nos ofrece la respuesta. Y también una paradoja.
Existen líderes que, sin importar cuán brutales, provocadores o políticamente incorrectos hayan sido, terminaron en el pedestal de la historia. Pero no por su cortesía, sino por sus logros.
Ahí está Winston Churchill, brillante y racista, alabado por salvar Europa del nazismo, pero sin filtro a la hora de denigrar culturas enteras.
George S. Patton, genio militar que hablaba como un cabo de cuartel y trataba a sus soldados como carne de cañón, pero que rompió el frente alemán en tiempo récord.
Napoleón Bonaparte, ególatra, megalómano, y responsable de guerras que costaron millones de vidas, pero también impulsor del código civil moderno.
Charles De Gaulle, seco, orgulloso y distante, que reconstruyó la dignidad francesa desde las ruinas.
Pero también están los otros. Los que hablaban con cortesía impecable, escribían discursos pulcros y jamás usaban una palabra fuera de lugar… aunque sus decisiones hayan sembrado muerte, destrucción o miseria a una escala colosal.
Harry Truman, por ejemplo. Amable, pausado, educado. Pero firmó las órdenes para lanzar las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki, causando la muerte inmediata de más de 200.000 personas y secuelas para millones. Muchos justifican que “terminó la guerra”, pero las víctimas aún gritan desde la historia.
Neville Chamberlain, símbolo de la diplomacia pacifista, sonreía mientras firmaba acuerdos con Hitler. Su inacción permitió la expansión del nazismo y una guerra mundial que mató a más de 50 millones de personas.
Woodrow Wilson, académico, elegante y elocuente, defendía la autodeterminación de los pueblos, pero aprobó intervenciones militares en América Latina y mantuvo una política racial segregacionista en su propio país.
Franklin D. Roosevelt, maestro de la palabra, pero fue quien autorizó la internación de más de 120.000 japoneses-americanos por “seguridad nacional”, sin juicio ni derechos.
La historia es clara: no premia las buenas maneras, premia la trascendencia.
Y también es cruelmente selectiva: recuerda los resultados, no los tonos de voz.
Esto no significa que debamos justificar la grosería o el abuso. Pero sí debemos reconocer que el liderazgo real, el que deja huella, no siempre viene vestido de seda. A veces, se expresa con furia. A veces, con silencio mortal.
Entonces, cuando juzguemos a un líder por sus palabras, recordemos también juzgar a otros por sus actos. Porque en la historia de la humanidad han existido muchos hombres bien hablados, pero cuyas decisiones costaron la vida de millones. Y también han existido brutos, deslenguados e impresentables… que salvaron naciones enteras.
Y quizás Donald Trump —tan vulgar como desafiante— termine ocupando un lugar entre ellos. No por sus modales, sino por haber enfrentado a gigantes, desafiado al orden económico global y transformado el tablero geopolítico.
La historia lo juzgará, pero como siempre… no será por lo que dijo, sino por lo que logró. Y quizás —aunque esto incomode a muchos— Donald Trump sea hoy el único líder mundial con el coraje de dar la verdadera Batalla Cultural: aquella que no se libra por votos ni encuestas, sino por el alma de las naciones.
Una batalla para defender los valores que dieron origen a Occidente, antes de que el progresismo sin ley, sin límites y sin Dios termine por devorarlo todo.
¿Y acaso no fue esa misma batalla, en otro contexto y otra época, la que libró también Augusto Pinochet en Chile?
Un hombre duro, parco, directo, que nunca buscó caer simpático ni adornarse con discursos populistas, pero que frenó el avance de un proyecto totalitario, venció al comunismo antes que Europa, reconstruyó la economía nacional desde las ruinas, convirtió a Chile en "el milagro económico del mundo" y devolvió el poder a la civilidad cuando la institucionalidad ya estaba restaurada.
Aunque para él no hubo ninguna estatua —al menos no pública—, es recordado y citado continuamente. Incluso hoy, mucho más que ayer, justo cuando la mayoría de los chilenos comienza a buscar nuevamente a un líder fuerte: alguien capaz de recuperar el orden, poner freno a la inmigración descontrolada, perseguir y encarcelar a los narcotraficantes y terroristas, y devolvernos el orgullo de ser chilenos.
Un líder político y militar al que, en lo personal, jamás le escuché una grosería. Ni en público, ni en privado.
También se puede afirmar, con total certeza, que Pinochet impidió una sangrienta guerra civil, contuvo una inminente guerra con Argentina por el Beagle, no cedió un centímetro en nuestra soberanía, neutralizó la amenaza de Perú, y con movimientos estratégicos de tropas chilenas, logró que ese país no prosperara en su intento de imponerse sobre Ecuador en la guerra del Alto Cenepa. Todo ello sin rendirse jamás al chantaje ideológico ni al aplauso fácil.
¿Y qué decir de Salvador Allende, a quien muchos hoy veneran como mártir democrático?
Moralmente inaceptable, vendió Chile a Cuba, intentó hacer lo mismo con la Unión Soviética, permitió el ingreso clandestino de armas, justificó e incentivó la toma ilegal de fundos y fábricas, desconoció el orden constitucional, y fue declarado fuera de la Constitución por el Poder Judicial, por la Cámara de Diputados y por las principales instituciones del país. Su gobierno fue el preludio de una tragedia nacional, que solo pudo ser contenida por la intervención militar.
Y ahí está, con su estatua frente a La Moneda y con un falso relato que fomentan los socialistas y comunistas para engañar al pueblo. Un relato que calla verdades, tergiversa responsabilidades y glorifica el desastre.
La memoria es selectiva, pero el tiempo es justo. Y al final, los pueblos no recuerdan al que habló bonito, sino al que tuvo el carácter de hacer lo que había que hacer… cuando nadie más se atrevía.
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