LOS ZAPATOS DEL PRESIDENTE.


Transcripción de la columna (Carlos Peña – El Mercurio, 17 de septiembre de 2025)

Momento Constitucional.
Los zapatos del Presidente.

La escena es sorprendente. Al inicio del Tedeum Evangélico —un acto solemne, de especial relevancia para quienes comparten ese credo—, el escolta del Presidente se acerca con una carpeta y le entrega, entre otras cosas, lo que parece ser una esponja o un paño o algo semejante que está, según se puede apreciar en el video, en una pequeña caja. El Presidente entonces toma la esponja o lo que parece ser un paño, y procede, mientras está en la primera fila del acto solemne, a lustrar sus zapatos.

Todo esto queda registrado en un video oficial (el camarógrafo, al advertir el gesto, enfoca rápidamente otra cosa, como si advirtiera lo inadecuado de la escena), de modo que el asunto es público.

¿Qué decir de ese gesto del Presidente abrillantando sus zapatos en medio de un acto solemne?

No cabe sino reprocharlo. Los actos solemnes excluyen de la escena los actos cotidianos, aquellos que las personas celebrarían en la intimidad de su hogar o en la soledad del excusado. Así, en los momentos solemnes, en medio de un acto religioso o de una ceremonia de Estado, las personas comunes y corrientes reprimen en sí mismas —o enseñan a sus hijos a reprimir— el deseo de hurgarse la nariz, revisar el celular, cuchichear con quien está al lado, arreglarse la corbata, peinarse o alisarse el pelo, acicalarse en el espejo, usar la pantalla del celular, hurgarse los dientes, murmurar al vecino, rascarse aquí o allá. Y desde luego, lustrarse los zapatos.

¿Qué puede explicar, sin embargo, que el Presidente lo haga o, más bien, decida hacerlo, como lo prueba el hecho de que el escolta (como si fuera un mayordomo) haya debido portar una esponja para esos menesteres?

Una explicación es que el Presidente se identifica de manera radical con la gente común y corriente, se alcanza a pensar. Pero esta es una creencia equivocada, absurda, porque la gente común no piensa que las ceremonias de Estado son momentos para rebeldías cotidianas. Por el contrario, reprime esas pulsiones para no banalizar el acto solemne.

Las formas son una manera muda de expresar respeto y consideración por los otros, en este caso por el pueblo evangélico que asiste a ese tedeum vestido con esmero y que, desde luego, no se le ocurriría hurgarse la nariz, cuchichear con el vecino, tomarse selfis o lustrarse los zapatos al inicio del acto religioso al que, con razón, confieren especial importancia.

Y desde luego, menos se le ocurriría a quienes asisten a ese acto vestidos con esmero y cuidando cada gesto, lustrarse los zapatos, al inicio del acto, con una esponja ad hoc portada en una carpeta o en un bolsillo por un escolta, un funcionario que en esa ocasión fungió (sin duda, a su pesar) de lamentable mayordomo. El Presidente, que ayer se vistió de dicha manera, entregó en esta ocasión un gesto lamentable, imposible de justificar.


COMENTARIO:

Es destacable que Carlos Peña haya dedicado su columna a un gesto que ya había advertido en este espacio. No siempre comparto sus visiones ni sus lecturas de la política y la historia, pero en esta ocasión coincidimos: la dignidad del cargo no puede rebajarse a gestos triviales.

Lo más llamativo es la contradicción. El Presidente, antes de entrar al templo evangélico, recibió honores de una unidad de formación militar con esos mismos zapatos, tal como estaban. Y, sin embargo, fue dentro del Tedeum evangélico donde decidió lustrarlos en plena primera fila. Es decir, aceptó la solemnidad de la marcialidad militar —donde cada detalle es símbolo de respeto a la República— pero luego banalizó la solemnidad de una ceremonia religiosa, como si no comprendiera que ambas requieren la misma actitud de respeto y corrección.

La forma, en este caso, no es un detalle. Es un mensaje. Y ese mensaje fue contradictorio y, en palabras de Peña, imposible de justificar.



Si lo quiere imitar, que lo haga bien y con la dignidad del cargo:






La dignidad del cargo y la tentación de banalizar el poder:

El poder político, en su expresión más visible, está encarnado en la figura del jefe de Estado. Ese cargo no es un atributo personal ni una medalla pasajera, sino una institución republicana que trasciende a quien lo ocupa. De allí que la presentación personal, la solemnidad de los gestos y el respeto al protocolo no sean un capricho ceremonial, sino la manifestación concreta de la dignidad del Estado.

Cuando una autoridad se presenta descuidada en actos solemnes —con el traje arrugado, la banda presidencial mal ajustada o una actitud frívola frente a una ceremonia— no es la persona la que queda en entredicho, es la majestad del cargo la que resulta herida. Lo que para algunos puede parecer un detalle sin importancia, en realidad equivale a banalizar la investidura: convertir lo que es sagrado para la República en un acto de improvisación sin peso ni decoro.

La paradoja es evidente. Las Fuerzas Armadas y las instituciones de orden cumplen con una disciplina estricta, donde la impecabilidad es obligatoria. Cada uniforme planchado, cada zapato lustrado, cada formación precisa son signos de respeto al país y a su autoridad. Frente a ello, un presidente o un ministro que no se presenta con la misma corrección transmite un mensaje implícito de desdén y superioridad cínica: “ustedes están obligados a rendirme honores aunque yo no respete ni la forma más básica del protocolo”.

El daño que producen estos gestos va más allá de lo anecdótico. En sociedades donde la confianza en las instituciones es frágil, la banalización de los símbolos erosiona la legitimidad del poder y normaliza el desprestigio de la autoridad. La historia enseña que los pueblos no respetan a quienes reducen el poder a una caricatura de sí mismos, sino a quienes saben que cada acto público, por pequeño que parezca, debe reflejar seriedad, respeto y conciencia histórica.

La dignidad del cargo exige coherencia. No se trata de corbatas ni de zapatos lustrados como fin en sí mismos, sino de comprender que la autoridad debe estar siempre a la altura del honor que se le ha conferido. Quien banaliza el cargo, banaliza el poder. Y quien banaliza el poder, termina debilitando al Estado que dice representar.

Cuenta una leyenda urbana —de esas que recorren los pasillos de Palacio y los subterráneos de la Escuela Militar— que hace más de medio siglo, una autoridad de gobierno quiso recibir honores de una unidad militar. Como no llevaba corbata, el comandante ordenó a su ayudante que consiguiera una de inmediato. La instrucción fue cumplida y la autoridad recibió los honores con corbata. ¿Cuál sería la moraleja? Que la forma sí importa, porque no se trata de vestir a un hombre, sino de respetar al cargo y a la República.

Comentarios

Entradas más populares de este blog

EL INVERSOR PÚBLICO DE LA COMUNISTA MINISTRA DEL TRABAJO: UNA AMENAZA A LAS JUBILACIONES DE LAS FUERZAS ARMADAS.

¿CÓDIGO DEL HAMPA O DE JUSTICIA?

¿EXISTE EN CHILE UNA AUTORIDAD MÁS DESPRESTIGIADA QUE EL PRESIDENTE GABRIEL BORIC?