TODO CUADRA, TODO COINCIDE, TODO CALZA.
Chile tiene una deuda pendiente con la verdad, y el tiempo se agota.
EL PERIODISTA: ¿Justicia, venganza o castigo eterno?
Lo advertimos hace días en este mismo espacio, y hoy El Mercurio publica una información que viene a confirmar lo que muchos hemos venido observando: dos presuntas víctimas del estallido social de 2019 serán formalizadas por fraude, tras descubrirse que habrían mentido, simulado lesiones e incluso falseado hechos para obtener beneficios del Estado.
No se trataría de errores aislados. Todo indica que estaríamos frente a un método repetido, posiblemente sistemático, con motivaciones ideológicas, donde el Estado termina entregando pensiones de gracia a personas que habrían construido un relato falso, mientras centenares de exuniformados ancianos permanecen en prisión, sin acceso a beneficios carcelarios, muchos de ellos condenados bajo testimonios discutibles, pruebas precarias o ficciones jurídicas.
Este tema ya lo abordamos con detalle en una columna anterior:
¿Justicia, venganza o castigo eterno?
CHRISTIAN SLATER E. ¿JUSTICIA, VENGANZA O CASTIGO ETERNO?
Y no fuimos los únicos en levantar alertas.
El diputado Miguel Mellado (RN) señaló: “Verdaderos estafadores recibieron beneficios millonarios del Estado, con mentiras.” (El Mercurio. C 7. Jueves 31 de julio 2025).
Y el diputado Andrés Jouannet (Amarillos) sostuvo: “Se usaron recursos públicos para perseguir a carabineros y militares sin pruebas. Se destruyeron vidas, se arruinaron carreras. Esto es una persecución política brutal.” (El Mercurio. C 7. Jueves 31 de julio 2025).
Ambos parlamentarios hicieron estas afirmaciones públicas y directas. Sin embargo, la pregunta sigue en pie: ¿Dónde están los demás?
¿Dónde se encuentran quienes integran las Comisiones de Derechos Humanos, de Justicia y de Seguridad Pública del Congreso Nacional?
¿Dónde están aquellos senadores y diputados cuyo deber institucional es fiscalizar los abusos del Estado, proteger el debido proceso y garantizar que la justicia no se convierta en un instrumento de persecución?
Hasta ahora, no se conocen pronunciamientos públicos claros, ni solicitudes de informes, ni iniciativas legislativas que aborden la posible contaminación de causas judiciales mediante testimonios de dudosa veracidad o motivaciones políticas.
Este silencio, si persiste, podría ser interpretado como pasividad culpable.
Porque cuando quienes legislan no reaccionan frente a hechos que merecen revisión, se arriesgan a transformarse en parte del problema.
Resulta entonces esencial distinguir responsabilidades.
Los senadores, diputados y autoridades de gobierno —pasadas y presentes— tienen la facultad y el deber de intervenir en estos temas. Ellos mandan, legislan, controlan presupuestos, nombran jueces y establecen políticas públicas.
En cambio, los actuales Comandantes en Jefe del Ejército, la Armada, la Fuerza Aérea y el General Director de Carabineros están constitucionalmente impedidos de pronunciarse sobre temas políticos o judiciales. No pueden manifestar opiniones, por más que tengan sentimientos personales legítimos o preocupaciones institucionales fundadas. En esa situación, ellos obedecen. No mandan.
Y aunque resulta razonable suponer que desearían levantar la voz por sus hombres —especialmente cuando hay fundamentos éticos o jurídicos para cuestionar ciertas decisiones judiciales—, su rol es representar a sus instituciones, no a sus conciencias.
No obstante, no podemos olvidar que hubo un Comandante en Jefe del Ejército —el general Juan Emilio Cheyre— que, en pleno ejercicio de su mando, habló del “Nunca Más”, refiriéndose no solo a las Fuerzas Armadas, sino a todo Chile.
Ese “Nunca Más” debía ser universal, no selectivo ni manipulado según las circunstancias políticas del momento.
Un caso reciente —que ha sido noticia incluso hasta el día de ayer— expone con claridad el doble estándar con que se trata en Chile el derecho a la honra y la protección de la imagen. La candidata presidencial Evelyn Matthei anunció públicamente su intención de querellarse contra militantes del Partido Republicano, acusando una campaña de ataques personales en redes sociales. Para fundamentar su decisión, hizo referencia al llamado “Protocolo de Budapest” —instrumento técnico que regula, entre otras materias, la protección ante manipulaciones digitales como videos alterados, imágenes fuera de contexto, audios intervenidos o burlas públicas que afecten la dignidad de una persona.
Sin embargo, ese mismo principio jamás se ha invocado —ni antes ni ahora— cuando se trata de uniformados. Muy por el contrario: durante años, los exmilitares y exfuncionarios policiales han sido objeto de campañas de desprestigio, burlas, memes, montajes gráficos y linchamientos virtuales. En muchos casos, incluso antes de que existieran fallos judiciales, ya eran expuestos públicamente como culpables, con su imagen intervenida y su honra destruida en redes sociales por grupos ideologizados, cuentas anónimas o usuarios organizados políticamente.
Y esto no solo sigue ocurriendo, sino que parece intensificarse. Hoy mismo, cualquier error o incidente que involucre a un miembro de Carabineros, la Armada, la Fuerza Aérea o el Ejército desata una ola inmediata de ataques digitales. Cuentas automatizadas o perfiles ideológicos actúan con rapidez para desprestigiar no solo a la persona involucrada, sino a toda la institución. No hay presunción de inocencia. No hay respeto por el debido proceso. No hay norma que se invoque en su defensa.
Y lo más grave es que esta cultura del desprecio no se limita a quienes enfrentan procesos judiciales. En Chile hoy, cualquier persona puede insultar, humillar o denigrar públicamente a un exuniformado o a un miembro activo de las Fuerzas Armadas o de Orden a través de redes sociales, y absolutamente nada le sucede a quien lo hace. No hay sanción. No hay reacción institucional. Nadie actúa en defensa de su honra. Ninguna ley se activa. Ningún protocolo internacional se menciona.
Al parecer, la dignidad de ciertas personas vale más que la de otras. Si el blanco del ataque es una figura política, se alzan voces, se presentan querellas y se exigen medidas. Pero si se trata de un uniformado —activo o en retiro—, el desprecio es gratuito, sistemático e impune. Y esa doble vara, además de ser injusta, revela el profundo sesgo ideológico con que se ha instalado en Chile una narrativa que castiga sin piedad a quienes alguna vez sirvieron a su Patria.
Pero seamos también claros y responsables.
Es cierto que hubo excesos durante el período del conflicto interno en Chile. Es cierto que algunos casos fueron sancionados conforme a derecho y con pruebas suficientes. Y es cierto que el propio general Juan Emilio Cheyre reconoció públicamente que se cometieron errores y abusos.
También es verdad que hay personas que han confesado delitos, que han sido procesadas con pruebas sólidas y que han expresado arrepentimiento. Nadie los defiende.
Pero yo me refiero, con toda responsabilidad, a otro grupo.
A quienes, siendo muy jóvenes en los años 70 y 80, actuaron bajo órdenes superiores en un contexto de guerra interna, y cuya responsabilidad penal es al menos discutible. Me refiero también a quienes ni siquiera participaron en operaciones directas, y que hoy purgan penas en base a presunciones, contextos interpretativos o mecanismos jurídicos poco convencionales, cuya validez ha sido cuestionada incluso por juristas de renombre.
Aunque solo uno de ellos fuera inocente, ya habría suficientes razones para alzar la voz. Porque condenar a un inocente para mantener una narrativa histórica o política no es justicia: es una forma moderna de injusticia institucional.
Por eso es urgente, y éticamente impostergable, revisar todas las causas en que existan dudas razonables, antecedentes nuevos o elementos jurídicos controvertidos. Aplicar justicia real, no justicia simbólica.
El Estado no puede mantenerse indiferente frente a denuncias fundadas de manipulación judicial, testigos cuestionables o presiones ideológicas. Y lo que está ocurriendo en Chile —según muchas voces expertas— podría configurar una forma selectiva y anómala de persecución penal.
A ello se suma el creciente nivel de desprestigio que afecta a importantes sectores del Poder Judicial. Cada semana se abren investigaciones contra jueces y abogados por faltas éticas, tráfico de influencias o vínculos con redes de corrupción. El país entero ha visto cómo algunos personajes han escalado posiciones estratégicas para alcanzar los máximos cargos, no siempre por mérito ni transparencia, sino —según se ha denunciado— a través de favores cruzados, redes políticas o presiones corporativas.
En manos de esos mismos actores —jueces, fiscales o ministros de Corte— está hoy el destino de decenas de exuniformados y, eventualmente, también de quienes hoy están en servicio activo. ¿Cómo no levantar la voz? ¿Cómo no exigir revisión, transparencia y justicia real?
Para quienes aún creen que esto no podría haber pasado, basta recordar las declaraciones del expresidente José Mujica y de su esposa, la senadora Lucía Topolansky, en Uruguay.
Ambos reconocieron públicamente que en su país se utilizaron testimonios falsos para encarcelar a militares: “Se mintió. Se exageró. Se condenó a gente inocente. Y eso no está bien, ni siquiera con los que nos combatieron”, afirmaron.
Si eso ocurrió en Uruguay —país con larga tradición democrática—, ¿por qué pensar que en Chile no podrían haberse cometido errores similares?
Todo cuadra. Todo coincide. Todo calza.
Y es razonable suponer que cada gobierno, desde Aylwin hasta Boric, pasando por Bachelet y Piñera, junto a sus respectivos ministros de Justicia y Defensa, tuvo conocimiento, o al menos la sospecha de que una situación como esta podría estar ocurriendo.
Tal como se atrevió a reconocer un expresidente de Uruguay —José Mujica—, al admitir que se encarceló a militares con testimonios falsos, o como ha quedado expuesto en casos concretos como el de Temuco, y también como lo advirtió en su momento Sergio Micco, exdirector del Instituto Nacional de Derechos Humanos.
Si no actuaron a tiempo, al menos permitieron que la situación continuara.
Y si hoy persiste el silencio, ese silencio también tendrá un costo. Por lo mismo —en conciencia— no puedo guardar silencio ante lo que muchos consideran un escándalo moral y jurídico.
Algún día, la historia —o un tribunal verdaderamente imparcial— pedirá cuentas a quienes hoy callan.
EL LÍBERO: MORIR EN PRISIÓN. GENERAL ÁLVARO GUZMÁN.
ALMIRANTE MIGUEL A. VERGARA V. :
Ex Comandante en Jefe de la Armada de Chile.
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